martes, 6 de octubre de 2015

El dios de barro (cuento)




Había una vez un pueblo que habitaba en una isla. Ellos no eran muy numerosos así que se ayudaban entre todos y eran amables y solidarios. 

Su mayor problema era el clima. En general era cálido, sin diferencias entre verano e invierno, soleado y agradable. Pero sin advertencia azotaba a la zona tormentas verdaderamente fuertes con vientos, lluvias y granizo, que tiraba abajo sus casas hechas de madera y paja, arruinaba sus cosechas y mataba sus animales. 

Cuando esto pasaba todos se unían para reconstruir lo que la tormenta había destruido.

Cada día se arrodillaban en sus casas o en donde estuvieran, siempre a la hora del crepúsculo, para orar al dios fuerte que vivía en el cielo que no se enojara tanto con ellos para que las tormentas no sean tan severas y que no les destruyera sus casas.

Una vez, luego de que una tormenta particularmente fuerte destruyera un tercio de sus casas, uno de ellos dijo:

– Seguro que el dios del cielo está muy enojado con nosotros, por eso que nuestras oraciones no fueron escuchadas. – Todos murmuraron de acuerdo. – Porque estamos orando todos los días pero cada uno por su cuenta, ¡debemos unirnos todos en una misma oración! Por eso debemos hacer un altar y sobre el altar poner una imagen de nuestro dios, y a la hora del crepúsculo reunirnos a su alrededor para que nuestras voces sean una sola.

Voces de sorpresa y aprobación recorrieron todo el pueblo. Así que el artesano más hábil de la isla construyó un altar y sobre el altar una imagen hecha de barro. 

La obra entera se veía espectacular. Le pusieron antorchas para iluminarlo durante la noche y luego de las oraciones todos se quedaban un poco más para conversar.

Por un tiempo todo salió perfecto. El clima estaba calmado y el pueblo disfrutó de una etapa de prosperidad única. Todos estaban de acuerdo que esto era obra de su nuevo dios. Sí, el dios del cielo estaba muy contento.

Pero todo lo bueno… 

Vino una tormenta. La lluvia cayó constante por casi dos días. 

Cuando las personas pudieron salir de sus casas se reunieron alrededor de su dios y tristemente vieron lo que la lluvia le hizo a su dios de barro. Ya no tenía forma, sino que era una bola de barro fangoso desparramada por el altar.

– ¡No nos desanimemos! El barro es débil frente al agua. Debimos pensar en eso antes ¡Haremos un mejor y más grande dios!

El pueblo alzó la voz al unísono alegrándose y concordaron en hacer a su dios de cerámica. La cerámica no se vería afectada por la lluvia.

Reconstruyeron el altar haciéndolo más grande con más espacio para más antorchas y lámparas especialmente hermosas y cuando pusieron a su dios éste brillaba hermoso sobre el altar. El pueblo se reunió e hizo una fiesta, y cada noche se quedaban un poco más después de las oraciones para festejar su buena fortuna.

Pasaron semanas de bonanza y entonces vino otra tormenta. Ésta no duró tanto como la anterior pero trajo mucho viento que rompió las ramas de los árboles y voló algunos techos. Pero nada los entristeció tanto como ver a su dios roto y caído. El viento lo había sacado de su altar y yacía con su bruñida piel en pedazos en el suelo.

– ¡No nos desanimemos! Todavía hay esperanza. Haremos el próximo de madera ¡Suficientemente pesado para que no se vuele, macizo para que no se derrita y duro para que no se rompa!

El artesano por tercera vez se puso a trabajar para construir su dios.

Pusieron mucho cuidado en su altar adornándolo con piedras de colores y el artesano dedicó muchos días en la talla de un tronco de buen tamaño mientras el pueblo le llevaba comida y agua para que no tuviera que dejar de trabajar y tener su dios lo antes posible.

Cuando estuvo listo lo colocaron de nuevo sobre el altar y lo adornaron con flores y otras cosas hermosas que había en la isla y luego de las oraciones crepusculares hicieron una fiesta, con bebidas alcohólicas y baile hasta el amanecer. Esa mañana se fueron a descansar con los corazones aliviados de tener de nuevo a su dios que los protegía.

Cuando se levantaron se reunieron atónitos alrededor del altar viendo cómo su dios estaba siendo consumido lentamente por el fuego. Alguien, seguramente demasiado alegre para darse cuenta, puso una de las lámparas demasiado cerca y la llama alcanzó a prender la madera. Probablemente el fuego empezó durante la fiesta y fue consumiéndolo lentamente durante toda la noche y mientras dormían, formando un enorme hueco y provocando que el pueblo perdiera a su dios. Otra vez.

Algunos reaccionaron y trajeron baldes de agua y apagaron el fuego. 

La misma voz que se alzó antes les habló ahora, y dijo:

– Evidentemente nuestro dios no ha estado feliz cuando le hicimos de cerámica o de madera. Pero sí lo estaba cuando lo hicimos de barro. Tuvimos la mayor prosperidad entonces y podemos tenerla otra vez ahora. Hagamos a nuestro dios de barro y cuando se derrita con la lluvia lo reconstruiremos, porque el barro es el material más fácil de dar forma y no tendremos que pasar más de un día sin nuestro dios.

El pueblo lanzó vítores a la propuesta y esa noche hicieron otra vez una fiesta a su dios, volviéndose cada vez más expertos en dar forma al barro para que sea cada vez más hermoso y más magnífico después de cada lluvia. Los adultos enseñaron a sus niños a orar e inclinarse a su dios de barro y ellos cuando fueron adultos les enseñaron a sus hijos la importancia de respetar al dios que se derretía con cada lluvia.

FIN

Así somos los humanos. Somos la más sorprendente creación de Dios, tanto que él nos llama sus hijos y nos dio el poder de creación en nuestras manos para que hagamos nuestra obra en esta Tierra, pero no nos deja solos, sino que nos acompaña de manera invisible. Si nos tomarnos un momento para meditar podemos verlo a nuestro lado. Pero nosotros somos demasiado testarudos, queremos pruebas “tangibles” y terminamos poniendo en el lugar de Dios a la obra de nuestras manos. Haciendo responsable a otros de nuestras desgracias y poniendo en manos de otros nuestra prosperidad y muchas veces sin ser conscientes completamente de por qué lo hacemos.
En nuestras manos está nuestro futuro porque somos libres para elegir qué sentir y qué hacer. Si a nuestra buena voluntad le sumamos la fe en Dios y la motivación sea sólo hacer el bien entonces nuestro éxito está asegurado.
DAVID MANS


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